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Tarot y Cábala

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Como el Tarot, el conjunto de textos y sistemas derivados de ellos que se conoce bajo el nombre de Cábala (del hebreo Qabbalah; literalmente, tradición), admite dos posturas investigadoras: la racionalista, que no considera más que su trayectoria históricamente comprobable y la mítica, que le atribuye una antigüedad y una extensión inverosímiles.

Entre ambas, también a semejanza de lo que ocurre con el Tarot, es seguro que se encuentra la posición más cercana a la verdad y, sin duda, la de mayor riqueza especulativa. Hay que admitir que Tarot y Cábala adquieren la estructura formal con la que han llegado hasta nosotros durante la Edad Media, pero es cierto también que sus contenidos no se producen espontáneamente en esos años, y, sus símiles y fuentes, como modelos mentales, como propuestas imaginativas pueden rastrearse cómodamente en la antigüedad, desde la astrología caldea, hasta esa feria suntuosa que fue el apogeo cultural de Alejandría.

Como brote coherente, y desde entonces interrumpido, el movimiento cabalístico parece haber surgido entre los siglos Xll y Xlll, en las comunidades hebreas de la Provenza (Bahir) y de Gerona, alcanzando su culminación en la obra del rabí español Moisés de León (muerto en 1305), quien cerca del 1280 publica el célebre Zohar (Libro del Esplendor), atribuyendo la mayor parte de su redacción al esotérico Simón Bar Iojai, un improbable rabí palestino del siglo II. Un investigador tan serio como Jacob Bernard Agus (La evolución del pensamiento judío) niega esta última aseveración, así como las pretensiones trascendentes de todo el cabalismo, explicándolo más bien como un brote irracionalista que reacciona ante el pensamiento de Maimónides y su consecuente asimilación del genio helénico al judaísmo tradicional.

Para Luc Benoist, en cambio, la Cábala no puede ser entendida como un fenómeno simplemente histórico, sino como el cuerpo de la continuidad esotérica del judaísmo. En este caso, habría que remontarla a la figura de Moisés, y no sería otra cosa que la revelación que el profeta «recibió al par que la ley escrita, y que explica el sentido profundo de la Torá». Por una interpretación parecida -en cuanto a la antigüedad no sólo de la Cábala sino de sus libros canónicos- se pronuncia también Matila C. Ghyka.

En uno u otro caso, es evidente que los cabalistas han manejado un material lo bastante estimulante como para producir «una vasta literatura, que cuenta con más de tres mil volúmenes» (Agus). Los ocultistas decimonónicos no podían desaprovechar la oportunidad de hacerse con un sistema tan intrincado e interminable, y han colaborado notablemente a la confusión con una biblioteca exegética casi tan voluminosa como la original. Habitualmente parten de la Qabbalah Denudata, de Knorr de Rosenroth (Sulzbach, 1645), y entre sus obras más extensas y sistemáticas se destacan The Kabbalah Unveiled, de MacGregor Mathers, y The Holy Kabbalah, de White, «la obra más valiosa que se ha escrito sobre el tema», en opinión de Dion Fortune. Más cauto, Juan-Eduardo Cirlot adopta un criterio objetivo al recomendar «las obras más importantes de investigación histórica», entre las que destaca las de Gershon G. Sholem, profesor de la Universidad de Jerusalén, y las síntesis de Grad.
La especulación práctica de los cabalistas toma como elementos las relaciones entre las 22 letras del alfabeto hebreo (22 son también los Arcanos Mayores del Tarot, semejanza que -se pretende- no es casual), y los números (sephiroth) del uno al diez. Con la combinación de estos paralelismos se obtiene Otz Chaim (el Árbol de la Vida, que la artesanía popular reproduce tan frecuentemente en la evocación de la leyenda de Adán y Eva) que, según Fortune, es un verdadero «jeroglífico, un símbolo compuesto que tiene por objeto representar al Cosmos en su integridad y, a la vez, el alma del ser humano en relación con aquél».

Los partidarios del origen hebreo del Tarot, han encontrado sus más fértiles argumentaciones en las evidentes similitudes que lo ligan a la Cábala, aunque es más fácil suponer que tanto una como otro heredan del pitagorismo su simbología matemática.

Partiendo de este paralelo descubre Oswald Wirth la disposición de los arcanos en siete ternarios y tres septenarios, que puede considerarse como un segundo paso en el entrenamiento para descubrir las relaciones internas entre las láminas. Para esto es preciso suprimir de la baraja a El Loco, naipe por otra parte sin numeración.

«Todo se desarrolla por tres que no son más que uno -dice Wirth-. En todo acto, uno en sí mismo, se distinguen en efecto:

1) E1 principio activo, causa o sujeto de la acción.
2) La acción de ese sujeto, su verbo.
3) El objeto de esa acción, su efecto o resultado.

Estos tres términos son inseparables y se necesitan recíprocamente. Se trata de la tri-unidad que encontramos en todas las cosas. La idea de creación implica: primero, creador; segundo, acción de crear; tercero, criatura. En cuanto uno de estos términos es suprimido, los otros dos se desvanecen. De una manera general, en los términos del ternario el primero es activo por excelencia, el segundo es intermediario, el tercero es estrictamente pasivo. Corresponden respectivamente al espíritu, el alma y él cuerpo. La misma correspondencia se encuentra en el Tarot, donde los Arcanos pueden agruparse como sigue:

La comparación de este esquema nos demuestra que los arcanos 1, 4 y 7 son particularmente activos o espirituales, mientras que los 8, 11 y 14 son intermediarios o anímicos, y los 15, 18 y 21 pasivos o corporales, ya que este carácter se afirma a la vez en la disposición por ternarios y en la disposición por septenarios».

Otros paralelismos:

Lo normativo de toda simbología (aún descendida a su grado menos vital, que es el alegórico) es su carácter sugerente, imposible de ser alcanzado o contenido por el discurso verbal. El Tarot no escapa a esta regla, y buena parte de las críticas que han recibido sus comentaristas se basan (hay que reconocer que con justicia) en su incapacidad para sustraerse a la fascinación de este juego interminable. Así, Wirth se esfuerza en relacionar la simbólica zodiacal con el Tarot, aún cuando el número de planetas, el de los doce signos o su suma, no casan sino difícilmente con las veintidós láminas de Marsella. Esto le lleva a componer cuadros más o menos malabares, en los que tan pronto es un planeta, un signo o hasta una constelación, los que darían una concordancia aproximada con el Arcano de turno. Otro tanto puede decirse de las correlaciones alquímicas, en las que es necesario un alto grado de buena voluntad para seguir sus razonamientos.

Es indudable, sin embargo, que pueden extraerse de esas reflexiones (como ocurre también con textos de Lévi, Marteau y Ouspensky) numerosos paralelismos y coincidencias. Ellas no permiten coronar el gran sueño esotérico del sistema único del que la diversidad consiste en el número de sus manifestaciones, pero dejan afirmar que hay allí una considerable intuición de la armonía, un sentimiento del orden que no niega la movilidad del caos, dotado de una suntuosidad analógica bastamente fértil para los aventureros de lo imaginario.

Si se han traído aquí sólo dos ejemplos de esos posibles encadenamientos, es porque ellos -las vías iniciáticas, la Cábala- ejemplifican las más evidentes relaciones; también porque, en la imposibilidad de agotar esta teoría de los espejos, el número 2 puede ser todos los números, el primer esfuerzo por superar la unidad definidora y, en sí mismo, una metáfora de la eternidad.

De Cabala y Tarot, Julia Tellerani.
Recibido de Fabián Santín FRC/FL
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