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Un enseñanza de Don Juan

N

Don Juan definió el silencio interno como un estado peculiar de ser en que los pensamientos se cancelan y uno puede funcionar a un nivel distinto al de la concien­cia cotidiana. Hizo hincapié en que el silencio interno consistía en suspender el diálogo interno ‑el compañe­ro perenne del pensamiento‑ y debido a eso, era un es­tado de profunda quietud.

‑Los antiguos chamanes ‑dijo don Juan‑ le lla­maron silencio interno porque es un estado en el cual la percepción no depende de los sentidos. Lo que funciona durante el silencio interno es otra facultad que posee el hombre, una facultad que hace de él un ser mágico, la misma facultad que ha sido restringida, no por el hom­bre mismo, sino por una influencia extranjera.

‑¿Cuál es esa influencia extranjera que restringe la facultad mágica del hombre? ‑pregunté.

-Ése es tema para una próxima explicación ‑con­testó don Juan‑, no el tema de discusión actual, aunque es, indudablemente, el aspecto más serio de la brujería de los chamanes del México antiguo.

»El silencio interno ‑continuó‑ es la postura de donde proviene todo en el chamanismo. En otras pala­bras, todo lo que hacemos conduce a esa postura, que como todo lo demás en el mundo de los chamanes no se revela hasta que algo gigantesco nos sacude.

Don Juan dijo que los chamanes del México antiguo concibieron interminables modos de sacudirse a ellos mismos, o a otros practicantes del chamanismo, hasta los cimientos para llegar a ese estado codiciado del silen­cio interno. Consideraban los actos más estrafalarios, que parecen estar de lo más aislados de la búsqueda del silencio interno, como el saltar a una caída de agua, o pa­sar la noche colgado cabeza abajo de una rama de un ár­bol, como factores claves que lo hacían aparecer.

Siguiendo los racionalismos de los chamanes del México antiguo, don Juan declaró categóricamente que el silencio interno se amontonaba, se acumulaba.

En mi caso, luchaba para guiarme a construir un núcleo de si­lencio interno dentro de mí, y luego añadir a él, segundo a segundo, cada vez que lo practicara. Me explicó que los chamanes del México antiguo descubrieron que cada individuo tenía un umbral diferente de silencio interno en cuanto a tiempo, es decir, que el silencio interno debe ser mantenido por cada uno de nosotros durante el pe­ríodo de tiempo de nuestro umbral específico antes de que funcione.

‑¿Qué consideraban los chamanes, como la señal de que el silencio interno estaba funcionando, don Juan? ‑pregunté.

‑El silencio interno funciona desde el momento en ­que empiezas a acumularlo ‑contestó‑. Los chamanes andaban detrás del dramático resultado final, el de al­canzar ese umbral individual de silencio. Algunos prac­ticantes muy talentosos necesitan sólo unos cuantos minutos de silencio para llegar a esa codiciada meta. Otros, menos talentosos, necesitan largos períodos de
silencio, quizás más de una hora de quietud completa, antes de llegar al resultado tan deseado. El resultado deseado es lo que los antiguos chamanes llamaban detener el mun­do, el momento en que todo lo que nos rodea cesa de ser lo que siempre ha sido.

»Ése es el momento en que los chamanes regresan a la verdadera naturaleza del hombre ‑siguió don Juan-. ­Los antiguos chamanes también le llamaban libertad to­tal. Es el momento en que el hombre esclavo se convierte en el hombre, el ser libre, capaz de proezas de percepción que son un desafío a nuestra imaginación linear.

Don Juan me aseguró que el silencio interno es una avenida que conduce a la verdadera suspensión del jui­cio, a un momento en que los datos sensoriales que ema­nan del universo dejan de ser interpretados por los sen­tidos; el momento en que la cognición deja de ser la fuerza que, a través de uso y repetición, decide la naturaleza del mundo.

‑Los chamanes necesitan un punto de ruptura para que el funcionamiento del silencio interno empiece ‑di­jo don Juan‑. El punto de ruptura es como el mortero que mete el albañil entre los ladrillos. Es sólo cuando se endurece el mortero que los ladrillos sueltos se vuelven una estructura.

Desde el principio de nuestra asociación, don Juan me había inculcado el valor, la necesidad, de acumular el silencio interno segundo a segundo. Yo no tenía los me­dios para medir el efecto de esta acumulación, ni tam­poco tenía ningún medio de juzgar si había llegado a al­gún umbral. Aspiraba obstinadamente a acumularlo, no simplemente para complacer a don Juan, sino
porque el acto de acumularlo se había convertido en sí en un de­safío.

Un día, don Juan y yo nos estábamos paseando en la plaza mayor de Hermosillo. Era temprano por la tarde de un día nublado. Hacía un calor seco y cómodo. Ha­bía mucha gente. Había tiendas alrededor de la plaza. A pesar de las muchísimas veces que había estado en Her­mosillo, nunca me había fijado en aquellas tiendas. Sabía que estaban allí, pero su presencia no era algo de lo cual estaba consciente. No hubiera podido hacer un plano de esa plaza aunque de ello dependiera mi vida. Ese día, al pasear con don Juan, traté de identificar y localizar las tiendas. Buscaba algo que podría utilizar como medio mnemónico que suscitara luego mi recuerdo.

‑Como te he dicho anteriormente y repetidas veces ‑dijo don Juan sacudiéndome de mi concentración‑, cada chamán que conozco, hombre o mujer, en un mo­mento u otro llega al punto de ruptura de su vida.

‑¿Quiere usted decir que sufren algo así como una crisis mental? ‑pregunté.

‑No, no ‑dijo, riéndose‑. Las crisis mentales son para aquellas personas que se entregan a sí mismas. Los chamanes no son personas. Lo que quiero decir es que, en un momento dado, la continuidad de sus vidas tiene que romperse para que se establezca el silencio interno y se haga una parte activa de sus estructuras.

»Es muy, muy, importante ‑siguió don Juan‑, que tú mismo deliberadamente llegues a ese punto de ruptura, o que lo crees, artificiosamente, inteligente­mente.

‑¿Qué quiere decir con eso, don Juan? ‑le pre­gunté, atrapado por su intrigante razonamiento.

‑Tu punto de ruptura ‑dijo‑, es descontinuar tu vida tal como la conoces. Has hecho todo lo que te he dicho, acertada y obedientemente. Si tienes talento, nunca lo demuestras. Ése parece ser tu estilo. No eres lento, pero te comportas como si lo fueras. Estás muy seguro de ti mismo, pero te
comportas como si fueras inseguro. No eres tímido y sin embargo, te comportas como si le tuvieras miedo a la gente. Todo apunta a un solo lugar: tu necesidad de romper con todo eso, despia­dadamente.

‑Pero, ¿cómo, don Juan? ¿Qué propone usted? ‑pregunté genuinamente frenético.

‑Creo que todo se reduce a un acto ‑dijo-. Tie­nes que dejar a tus amigos. Tienes que despedirte de ellos para siempre. No es posible que continúes en el ca­mino del guerrero, cargando contigo tu historia perso­nal, y a menos que descontinúes tu manera de vida, no voy a poder seguir con mi
instrucción.

‑Momento, momento, momento, don Juan ‑di­je‑. Tengo que frenarlo. Me pide usted que haga algo demasiado difícil. Para serle muy sincero, no creo que pueda hacerlo. Mis amigos son mi familia, mis puntos de referencia.

‑Precisamente, precisamente ‑comentó‑. Son tus puntos de referencia. Por consecuencia, tienen que irse. Los chamanes tienen un solo punto de referencia; el in­finito.

‑¿Pero cómo quiere que proceda, don Juan? ‑pre­gunté en voz plañidera. Su petición me estaba volviendo loco.

‑Simplemente tienes que marcharte‑dijo, como si nada‑. Márchate de la manera que puedas.

‑Pero, ¿adónde me voy? ‑pregunté.

-Mi recomendación es que alquiles una habitación en uno de esos hoteles baratos que conoces ‑dijo‑. Cuan­to más feo el lugar, mejor. Si tiene alfombras pardas verduscas con cortinas del mismo color, y paredes de un verde pardo tanto mejor: un hotel comparable al que te mostré aquella vez en Los Ángeles.

Me reí nerviosamente al recordar la vez que iba en coche con don Juan por el barrio industrial de Los Án­geles, donde sólo había bodegas y hoteles desvencija­dos para transeúntes. Uno sobre todo atrajo la atención de don Juan por su nombre rimbombante, «Eduardo Séptimo». Nos detuvimos en frente para verlo un mo­mento.

‑Ese hotel ‑dijo don Juan, señalándolo con el de­do‑, es para mí la verdadera representación de la vida en esta tierra para la persona común y corriente. Si tie­nes suerte o eres despiadado, conseguirás un cuarto con vista a la calle, donde podrás ver este desfile intermina­ble de la miseria humana. Si no tienes tanta suerte o no eres tan despiadado, tendrás un cuarto adentro, con ventanas que dan a la muralla del edificio contiguo.

Piensa en pasar toda una vida entre esas dos vistas, en­vidiando la vista a la calle si estás adentro, y envidiando la vista a la muralla si estás afuera, cansado de mirar la calle.

La metáfora de don Juan me molestó terriblemente, porque la comprendía perfectamente.

Ahora, enfrentando la posibilidad de tener que al­quilar un cuarto en un hotel comparable al «Eduardo Sép­timo», no sabía qué decir o por dónde continuar.

‑¿Qué quiere que haga allí, don Juan?‑pregunté.

‑Un chamán utiliza un lugar de ésos para morir ‑me dijo, mirándome sin pestañear.

»Nunca has estado solo en tu vida. Éste es el momento de hacerlo. Te quedarás en ese cuarto hasta que te mueras.

Su petición me asustó, pero a la vez me hizo reír.

‑No es que lo vaya a hacer, don Juan ‑dijo‑, pero ¿cuál sería el criterio para saber que estoy muerto (a me­nos que quiera que me muera físicamente)?

‑No ‑dijo‑, no quiero que tu cuerpo muera físi­camente. Quiero que muera tu persona. Son dos asuntos muy distintos. En esencia, tu persona tiene muy poco que ver con tu cuerpo. Tu persona es tu mente, y créeme, tu mente no es tuya.

‑¿Qué tontería es esta, don Juan, de que mi men­te no es mía? ‑oí que decía con un gangueo nervioso en la voz.

‑Algún día te lo diré ‑dijo‑, pero no mientras es­tés protegido por tus amigos.

‑El criterio que indica que un chamán ha muerto ‑siguió‑ es cuando no le importa si tiene compañía o si está solo. El día que ya no busques la compañía de tus amigos que usas como escudo, ése es el día en que tu persona ha muerto. ¿Qué dices? ¿Juegas o no juegas?

-No puedo hacerlo, don Juan ‑dije‑. Es inútil que le mienta. No puedo dejar a mis amigos.

‑Está bien, no te preocupes ‑dijo sin perturbarse. Mi declaración parecía no haberle afectado en lo míni­mo‑. Ya no podré hablarte, pero no podemos negar que durante nuestro tiempo juntos has aprendido mu­chísimo. Has aprendido cosas que te van a fortalecer, no importa si regresas o si te vas para siempre.

Me dio una palmadita en la espalda y se despidió. Dio la vuelta y simplemente desapareció entre la gente de la plaza como si se hubiera convertido en uno con ellos. Por un instante tuve la extraña sensación de que la gente de la plaza era como un telón que él había abier­to para
desaparecer detrás. El final había llegado como todo lo demás en el mundo de don Juan: imprevisible y velozmente. De pronto estaba sobre mí, yo estaba en medio de él, y ni siquiera sabía cómo había llegado allí.

Debería haber estado deshecho. Pero no. No sé por qué, pero estaba feliz. Me maravillé de la facilidad con que todo había terminado. Don Juan era en verdad un ser elegante. No hubo enojos ni reproches ni nada por el estilo.

Me subí a mi coche y conduje, más alegre que unas pascuas. Estaba exuberante. Qué extraordina­rio que todo terminó tan velozmente, pensé, sin angus­tias.

Mi viaje de regreso fue sin novedad. En Los Ángeles, ya en mi ambiente familiar, me fijé en que había deriva­do una enorme cantidad de energía de mi último en­cuentro con don Juan. Estaba muy contento, muy rela­jado, y retomé lo que consideraba mi vida normal con mayor ánimo. Todas mis tribulaciones con mis amigos y mis comprensiones acerca de ellos, todo lo que le había dicho a don Juan con referencia a esto, había sido olvi­dado por completo. Era como si algo hubiera borrado todo eso de mi mente. Me maravillé unas cuantas veces de la facilidad con que había olvidado algo tan significa­tivo, y de haberlo olvidado tan completamente.

Todo era como se esperaba. Había un sola inconsis­tencia en lo que era por lo demás un ordenado paradig­ma de mi nueva vieja vida: recordaba claramente que don Juan me había dicho que mi partida del mundo de los chamanes era puramente académica y que regresaría. Había recordado y había escrito cada palabra de ese in­tercambio. Según mi razonamiento y memoria lineal normal, don Juan nunca había hecho esa declaración.

¿Cómo era posible que recordara algo que nunca había sucedido? Cavilé inútilmente. Mi seudo‑recuerdo era lo suficientemente extraño como para moverme a hacer algo, pero luego decidí que no tenía caso. En lo que a mí concernía, estaba fuera del ambiente de don Juan.

Siguiendo las sugerencias de don Juan en relación a mi comportamiento con aquellos que me habían hecho favores, había llegado a una decisión de proporciones gigantescas para mí: la de honrar y dar gracias a mis ami­gos antes de que fuera demasiado tarde. Un caso era el de mi amigo Rodrigo Cummings. Un acontecimiento con mi amigo Rodrigo, sin embargo, tumbó mi
nuevo para­digma, conduciéndolo a su destrucción total.

Mi actitud hacia él sufrió un cambio radical al vencer mi competitividad con él. Encontré que era lo más fácil del mundo proyectarme cien por ciento en lo que hicie­ra Rodrigo. De hecho, yo era exactamente como él, pero no lo supe hasta que dejé de hacerle competencia. Fue cuando surgió la verdad con una intensidad horrenda. Uno de los mayores deseos de Rodrigo era terminar la carrera universitaria. Cada semestre, se inscribía y to­maba cuantos cursos podía. Luego, al progresar el se­mestre los iba dejando. A veces dejaba por completo la universidad. En otras ocasiones, seguía en un solo curso de tres unidades hasta el final.

Durante su último semestre, se mantuvo en un curso de sociología porque le gustaba. Se acercaba el examen final. Me dijo que tenía tres semanas para estudiar, para leer el texto del curso. Pensaba que era una cantidad de tiempo exorbitante para leer solamente seiscientas pági­nas. Se consideraba un lector veloz, con un alto nivel de retención; a su parecer, tenía una
memoria fotográfica de casi cien por ciento.

Pensaba que tenía muchísimo tiempo antes del exa­men, así es que me pidió que le ayudara a arreglar su co­che que usaba para su trabajo de entregar periódicos. Quería quitarle la puerta de la derecha para poder tirar el periódico directamente sin hacer la maniobra de tirar­lo sobre el techo desde la ventanilla izquierda. Le hice notar que era zurdo, y me respondió que entre sus mu­chas dotes, de las cuales sus amigos no se daban cuenta, estaba la de ser ambidiestro. Tenía razón; nunca lo había yo notado. Después de que lo ayudé a quitar la puerta, decidió quitarle el forro al techo, ya que estaba muy roto. Dijo que su coche estaba en óptimas condiciones
mecánicas y que lo llevaría a Tijuana, México (que como buen Angelino de aquel tiempo llamaba TJ), para que le volvieran a poner el forro por unos cuantos pesos.

‑Podríamos disfrutar un buen viaje ‑dijo con gus­to. Hasta eligió los amigos que iban a acompañarlo­-. En TJ, ya sé que vas a andar buscando libros de segunda porque eres un culo. Los demás vamos a ir a un burdel. Conozco unos cuantos.

Nos tomó una semana para quitar el forro y lijar la superficie de metal para prepararla para el nuevo forro. A Rodrigo le quedaban dos semanas más para estudiar, y todavía lo consideraba demasiado tiempo. Me involu­cró en ayudarle a pintar su apartamento y barnizar los pisos. Nos tomó más de una semana para pintarlo y lijar los pisos de madera. No quería cubrir el papel
tapiz con pintura en una habitación. Tuvimos que alquilar una máquina de vapor para quitar el papel tapiz. Claro que ni Rodrigo ni yo sabíamos cómo usar la máquina, así es que terminamos haciendo una macana de trabajo. Terminamos usando Topping, una mezcla finísima de yeso y otros materiales que le dan una superficie plana a una pared.

Después de todas estas faenas, Rodrigo tenía sola­mente dos días para empollar seiscientas páginas en su cabeza. Se metió en un maratón de lectura de día y noche, con la ayuda de anfetaminas. Rodrigo sí fue a la universi­dad el día del examen y sí se sentó en su pupitre y sí reci­bió la hoja para el examen de respuestas múltiples.

Lo que no hizo fue mantenerse despierto para tomar el examen. Su cuerpo cayó hacia delante y se dio contra la tapa del pupitre con la cabeza, con un fuerte golpe. Se tuvo que suspender el examen durante un rato. El maes­tro de sociología se puso histérico como también los alumnos que rodeaban a Rodrigo. Tenía el cuerpo tieso y helado. La clase entera sospechaba lo peor;
creían que se había muerto de un ataque cardíaco. Vinieron los pa­ramédicos a llevárselo. Después de un examen prelimi­nar, declararon que Rodrigo estaba profundamente dor­mido y se lo llevaron al hospital para que se le pasaran los efectos de las anfetaminas.

Mi proyección dentro de Rodrigo Cummings fue tan total que me espantó. Yo era exactamente igual. La seme­janza se volvió insostenible para mí. En un acto que yo consideré como total, nihilista y suicida, me alquilé un cuarto en un hotel desvencijado en Hollywood.

Las alfombras era verdes y tenían horrendas quema­duras de cigarros que evidentemente se habían apagado antes de volverse incendios. Tenía cortinas verdes y par­das paredes verdes. La luz intermitente del anuncio del hotel brillaba toda la noche por la ventana.

Terminé haciendo exactamente lo que me había pe­dido don Juan, pero de manera indirecta. No lo hice por cumplir con los requisitos de don Juan o con la inten­ción de hacer las paces. Sí me quedé en ese cuarto de ho­tel durante meses, hasta que mi persona, como don Juan me había propuesto, murió, hasta que no me importaba si estaba solo o acompañado.

Después de dejar el hotel me fui a vivir solo, más cer­ca a la universidad. Continué con mis estudios antropo­lógicos, los que nunca había interrumpido, empecé un negocio muy provechoso con una socia. Todo estaba en orden hasta un día cuando me llegó la realización de que iba a pasar el resto de mi vida preocupado por mi nego­cio, o preocupado por la fantasmagórica opción entre ser académico o negociante, o preocupado por las ex­centricidades y andanzas de mi socia; y esa realización fue como una patada a la cabeza. Una verdadera deses­peración atravesó las profundidades de mi ser. Por pri­mera vez en mi vida, a pesar de lo que había hecho y vis­to, no tenía salida. Estaba totalmente perdido. Empecé seriamente a jugar con la idea de buscar la forma menos dolorosa y más pragmática para acabar conmigo mismo.

Una mañana, unos golpes fuertes e insistentes a la puerta me despertaron. Creí que era la propietaria, y es­taba seguro de que si no contestaba entraría con la llave maestra. Abrí la puerta y ¡allí estaba don Juan! Me sor­prendí tanto que me quedé yerto. Tartamudeé, balbuceé sin poder decir palabra. Quería besarle la mano, poner­me de rodillas delante de él. Don Juan entró y se sentó con gran soltura a la orilla de mi cama.

‑Hice el viaje a Los Ángeles ‑dijo‑ sólo para verte.

Quise llevarlo a desayunar, pero me dijo que tenía otras cosas que atender y que tenía no más que un mi­nuto para hablar conmigo. Rápidamente le conté de mi experiencia en el hotel. Su presencia me había creado tal estado de caos que ni me dio por preguntarle cómo ha­bía dado con mi lugar. Le dije a don Juan cuán intensa­mente había lamentado lo que le había dicho en
Hermo­sillo.

‑No tienes que disculparte ‑me aseguró‑. Cada uno de nosotros hacemos lo mismo. Una vez, salí co­rriendo del mundo de los chamanes y llegué al punto de morirme antes de darme cuenta de mi estupidez. Lo im­portante es llegar al punto de ruptura, de la manera que sea, y es exactamente lo que has hecho. El silencio inter­no se está volviendo real para ti. Es por esa razón que estoy aquí delante de ti hablándote. ¿Comprendes lo que te estoy diciendo?

Creí que comprendía lo que quería decirme. Pensé que él había intuido o leído, como leía cosas en el aire, que estaba yo en las últimas y que había venido a resca­tarme.

‑No tienes tiempo que perder ‑me dijo‑. Tienes que disolver tu negocio dentro de una hora, porque una hora es todo lo que puedo esperar; no porque no quiera esperar, sino porque el infinito me está apremiando des­piadadamente. Digamos que el infinito te da una hora para que te canceles a ti mismo. Para el infinito, la única empresa que vale para el guerrero es la libertad. Cual­quier otra empresa es fraudulenta. ¿Puedes disolver to­do en una hora?

No tenía que asegurarle que lo haría. Sabía que tenía que hacerlo. Don Juan me dijo entonces, que una vez que hubiera logrado disolver todo, iba a esperarme en un mercado en un pueblo de México. En mi esfuerzo por pensar en la disolución de mi negocio, pasé por alto lo que me estaba diciendo. Lo repitió, y claro, pensé que estaba bromeando.

-¿Cómo puedo llegar a ese pueblo, don Juan? ¿Quiere que vaya en coche, que tome un avión? ‑le pregunté.

‑Disuelve primero tu negocio ‑ordenó‑. Enton­ces vendrá la solución. Pero recuerda, te espero sólo una hora.

Salió del apartamento, y apasionada y febrilmente, emprendí la disolución de todo lo que tenía. Desde lue­go, me tomó más de una hora, pero no me detuve para considerar esto, porque una vez que había puesto a an­dar la disolución del negocio, el envión me llevó. Fue sólo al terminar que me enfrenté con el verdadero dile­ma. Supe entonces que había fracasado. Me quedaba sin negocio y sin posibilidad de llegar a don Juan.

Me fui a la cama y busqué el único consuelo en que podía pensar: la quietud, el silencio. Para facilitar el ad­venimiento del silencio interno, don Juan me había ense­ñado una manera de sentarme en la cama, con las ro­dillas dobladas y las suelas de los pies tocándose, las manos sobre los tobillos, empujando para tener juntos los pies. Me había regalado un palo grueso y redondo, que siempre tenía a la mano no importaba dónde fuera. Era de unos cuarenta y tres centímetros de largo para soportar el peso de mi cabeza al inclinarme sobre él y poner el palo en el suelo entre mis pies y el otro extre­mo, que estaba acolchonado, en medio de mi frente. Cada vez que
adoptaba esta postura, me dormía profun­damente en unos instantes.

Debí haberme dormido con mi acostumbrada facili­dad, porque soñé que estaba en el pueblo mexicano donde don Juan me había dicho que iba a encontrarme. Siempre me había intrigado ese pueblo. Había mercado una vez por semana y los agricultores que vivían en esa región traían sus productos para venderlos. Lo que me fascinaba más de ese pueblo era el camino pavimentado que conducía a él, que pasaba por una colina empinada a la misma entrada del
pueblo. Muchas veces me había sentado en una banca junto a un puesto de quesos y ha­bía mirado hacia esa colina. Veía a la gente que llegaba al pueblo con sus burros y sus cargas, pero veía primero sus cabezas; al ir acercándose, veía más de sus cuerpos hasta el momento cuando estaban en la cima de la coli­na y les veía el cuerpo entero. Siempre me parecía que emergían de la tierra, lentamente o muy rápidamente, según su velocidad. En mi sueño, don Juan me esperaba junto al puesto de quesos. Me le acerqué.

‑Lo lograste desde tu silencio interior ‑dijo, dán­dome una palmadita‑. Pudiste llegar a tu punto de rup­tura. Por un momento, empecé a perder esperanza. Pero me quedé, sabiendo que ibas a llegar.

En ese sueño, fuimos a dar un paseo. Estaba más fe­liz de lo que jamás había estado. El sueño era tan vivo, tan terriblemente real que me dejó sin ninguna duda de que había resuelto el problema, aunque el resolverlo ha­bía sido un sueño‑fantasía.

Don Juan se rió, moviendo la cabeza. Definitiva­mente me había leído el pensamiento.

‑No estás en un simple sueño ‑dijo‑, pero ¿quién soy yo para decírtelo? Tú lo sabrás algún día, que no hay sueños desde el silencio interno, porque elegirás sa­berlo.



CARLOS CASTANEDA: " EL LADO ACTIVO DEL INFINITO"

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From: magohuari
Subject: [eltemplodetoth] El Punto de Ruptura
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